El comunitarismo y
la economía solidaria: una convergencia necesaria para la superación
del liberalismo y
el capitalismo
Carlos Donoso Pacheco
(Publicado
en
el libro Ensayos sobre economía
cooperativa,
solidaria y autogestionaria. Hacia una economía plural,
Raúl
González Meyer (editor), Editorial Forja, Santiago-Chile, 2017).
INTRODUCCIÓN
Se tiende a identificar el comunitarismo con
la
posición crítica que algunos
destacados pensadores anglosajones han adoptado frente al liberalismo. Un
hecho
en particular se menciona como detonante para que esa crítica se haya manifestado con fuerza y repercusión: la publicación del libro Teoría de la justicia en 1971,
del
filósofo
liberal estadounidense John Rawls. A partir de los planteamientos que
Rawls formuló entonces y de las críticas y réplicas consiguientes, se generó un interesante debate entre “comunitaristas y liberales”.
Pues bien, la identificación del comunitarismo con las opiniones críticas de
esos autores comunitarios y sus
seguidores es correcta solo parcialmente: no da
cuenta de todo lo que ha sido, es o puede llegar a ser esta corriente de pensamiento. El comunitarismo constituye más bien una determinada concepción acerca de
la vida y de la convivencia entre los seres humanos, de trayectoria más antigua que la posición comunitarista surgida durante las
últimas décadas; esta vendría a ser,
así,
una de sus manifestaciones.
Por otra parte, desde el comunitarismo, en sus distintas expresiones, no solo
se han formulado radicales críticas a las ideas
y a
las prácticas del proyecto liberal.
Se
han elaborado y aportado conceptos, argumentos y propuestas que podrían
contribuir al desarrollo
de
un proyecto de sociedad distinto
y alternativo al liberal. En esos planteamientos comunitarios están presentes
los
más
diversos
aspectos de la realidad social y, entre ellos, el de la economía. Resulta lógico que, también en
esta materia, tanto las críticas como las propuestas comunitarias se orienten en una
dirección distinta o contrapuesta a las teorías liberales y apunten hacia otras formas
de organización económica, esencialmente diferentes
a las formas capitalistas de
producción, distribución
y consumo.
En tal sentido, el comunitarismo tiende a confluir con lo que significa y representa en
nuestros días la economía solidaria. Esta se nos presenta como un
tipo de economía alternativa a la capitalista y, teóricamente, como una nueva
manera de concebir la relación entre lo
económico y lo social.
No resulta extraño, por esto mismo, que algunos filósofos y cientistas sociales se identifiquen, a la vez,
con las ideas del comunitarismo, con la socioeconomía y
con la economía
solidaria.
Uno de
los objetivos de
este
trabajo es aproximarnos a la visión del comunitarismo acerca de la vida humana y a lo que se podría considerar como un
proyecto
comunitario de construcción
social, a lo que se agrega otro objetivo:
indagar sobre
la
confluencia de visiones y propósitos entre
el comunitarismo y la
economía solidaria,
así
como sobre las proyecciones de esta convergencia.
En una primera parte trazaremos un panorama general de la trayectoria de
las
posiciones comunitarias, haciendo alusión al mismo
tiempo
a las ideas
que
las sustentan. En una segunda parte, nos
referiremos
a la posición comunitarista en materia de economía,
para luego, en una tercera parte, abordar la confluencia entre
el
comunitarismo y
la
economía solidaria. En la parte final, se intentará averiguar
acerca del destino y la viabilidad del comunitarismo y de la economía solidaria
como vías de construcción y transformación social.
ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL COMUNITARISMO
En uno de sus
escritos, el filósofo estadounidense Michael Walzer hace una
analogía entre el comunitarismo –corriente de pensamiento a la que se le vincula frecuentemente– y ciertas modas
que reaparecen en forma regular.
Sostiene que, a un
nivel muy superior a otras
“modas”, la crítica comunitaria al liberalismo no
llegará a ser otra cosa que un rasgo inconstante de este, a menos que se produzca una transformación más amplia, como “cuando cayeron definitivamente en desuso
los calzones
aristocráticos y se cambiaron por los pantalones plebeyos (…)”.
Afirma además que por el momento
sigue habiendo motivos
sobrados para esa crítica reiterada, cuyos
protagonistas
aspiran únicamente a obtener pequeñas victorias, incorporaciones parciales de sus tesis, y
que, tras ser estas rechazadas, desestimadas o cooptadas, caen por un tiempo en el olvido hasta que, más
adelante, vuelven a hacer acto de aparición.
(Walzer, 2010,
p. 153)
No es necesario estar de acuerdo con todas las aseveraciones de Walzer para
reconocer que algunas de
ellas constituyen muy acertadas aproximaciones a la
comprensión de significativos rasgos del comunitarismo. Puede decirse, por ejemplo, que la crítica comunitaria al liberalismo se ha manifestado, como se podrá
apreciar más adelante, con cierta intermitencia a lo largo
del
tiempo, y que ello
no ha significado
su desaparición.
Parece ser efectivo, además,
que los motivos de la crítica tampoco han desaparecido, aunque esta haya presentado variaciones en cada
uno de los períodos de mayor presencia, ya sea porque sus protagonistas no han sido
los mismos o porque las situaciones históricas han cambiado. Y a pesar de
que durante su trayectoria se puedan advertir diferencias
en algunos aspectos de la crítica y de las ideas comunitarias, sus autores coinciden en asuntos esenciales.
Pensamos que están vigentes, en general, las objeciones que proponen al
liberalismo y al capitalismo. Los problemas y
conflictos más importantes que se
derivan de esa ideología y de ese sistema económico
siguen
afectando
a la mayor
parte de la humanidad.
Una mirada a los
antecedentes históricos del comunitarismo permitirá
corroborar lo dicho anteriormente. El sociólogo uruguayo Pablo Guerra se ha referido a los momentos de mayor presencia de este señalando que tiene “una
primera raíz en el siglo XIX, una segunda raíz en el siglo XX, y una tercera raíz, la del pensamiento
comunitarista contemporáneo, que situamos sobre fines del siglo XX y con un presencia muy
significativa en este principio de siglo XXI” (Guerra, s/f).
Según Guerra,
la
primera oleada comunitarista surgió en el siglo XIX, en el
contexto de la crisis provocada por la Revolución Industrial: “Eran los tiempos de la ‘dislocación
catastrófica’ (Polanyi) que provocaría la denominada ‘cuestión
social’ ante el considerable avance del pauperismo y explotación de las clases
trabajadoras”. Se origina, por otra parte, “en
el
marco del nacimiento de las principales ideologías que dominarán la escena del siglo
XX,
y en el marco
también de las primeras elaboraciones de las ciencias sociales” (Guerra, 2010, p.57).
¿Cuáles eran las principales banderas del comunitarismo de ese siglo y
dónde se encontraban?, se pregunta este mismo autor. Responde: “eran las de la
oposición
al paradigma individualista y materialista que fomentaba una sociedad fría, con escasos vínculos solidarios”. De hecho, “buena parte del análisis
sociológico
del
siglo XIX hacía hincapié en el pasaje de un modelo
comunitario a
otro más individualista (Tönnies), o para decirlo en clave durkheimiana, de una solidaridad mecánica a otra orgánica”. En el plano
ideológico, Guerra señala “la importancia que tuvo el variopinto socialismo utópico así como el pensamiento
libertario y cooperativo en estas materias,
tan interesados
en la reflexión teórica
como
en la puesta en
práctica de numerosas experiencias de carácter comunitario”
(Guerra, 2010, p. 58). Esta “primera
oleada” constituye más bien una
cierta anticipación, una manifestación precursora, de lo
que
posteriormente se ha
desarrollado como una vertiente dentro
del
campo de la filosofía política.
Sobre estas expresiones germinales
o anticipatorias del comunitarismo,
resulta asimismo
interesante considerar lo que ha dicho el filósofo chileno
Renato Cristi. Para este también
la
crítica comunitaria se conecta con una tradición de pensamiento bastante antigua, que se manifiesta por primera vez como reacción
conservadora frente al pensamiento
ilustrado y la Revolución Francesa. Cristi sostiene
Cristi que parte “de la argumentación de pensadores
contrarrevolucionarios como Burke, De Maistre y Bonald, constituye una crítica al liberalismo ilustrado por desatender lo
comunitario. También la distinción
que introduce Hegel entre moral y
eticidad (Sittlichkeit) anticipa el conflicto
entre liberalismo y comunitarismo” (Cristi,
1998, p. 49).
El filósofo
agrega que a partir de Hegel, la crítica comunitaria ha tenido numerosas y
variadas reencarnaciones, selladas por diferentes aspiraciones morales y políticas: “ciertos aspectos de
la
crítica de Marx al capitalismo tienen
una
decidida orientación comunitaria” (Cristi, 1998, p. 50), e
igualmente comunitaria le parece la obra de conservadores como
Gierke, Tönnies y Maitland,
y la de otros destacados pensadores: Cole, Laski,
Barrer y
Dewey. Afirma además
que el pensamiento católico, por lo menos hasta el Vaticano II, mantuvo una
postura comunitaria enraizada en su fidelidad al legado aristotélico-tomista, pese a que el abandono
de este legado
“ha conducido
al rapproachment de la Iglesia con
el libertarismo y explica la influencia que han ganado en círculos católicos pensadores como
Michael Novak” (Cristi, 1998,
p. 47).
La metáfora de las “oleadas” propuesta por Guerra grafica una singular característica de la trayectoria del pensamiento comunitario. Este vuelve a escena, dice Guerra, con pensadores cristianos de la talla de los franceses Jacques Maritain y Emmanuel Mounier, o
del
judío Martín Buber, entre otros,
a mediados del siglo
XX.
La clave para comprender el pensamiento comunitario
en esta etapa “es la necesidad de pensar en paradigmas alternativos a los hegemónicos entonces, tratando de
superar, por ejemplo, los totalitarismos de derecha y de izquierda, así
como el modelo
liberal-capitalista, componentes de lo que Mounier calificaba entonces un
verdadero ‘desorden
establecido”’ (Guerra, s/f).
La importancia de esta “oleada”, y en particular de los pensadores recién
nombrados, justifica que mencionemos aquí algunas de sus ideas. Maritain postula,
entre otras cosas, la superación del “humanismo antropocéntrico” moderno y
de
la estructura social del capitalismo. Propone, en cambio:
[un] ideal histórico [que] ante todo es comunitario, en el sentido de que, para él, el fin propio y especificador de la ciudad y de la civilización es un
bien común diferente de la simple suma de los bienes individuales y superior a los intereses del individuo en cuanto éste es parte del todo
social. (Maritain, 1955,
p. 134)
Emmanuel Mounier, por su parte, se opuso
firmemente a las tendencias
individualistas y burguesas:
El individualismo es un
sistema de costumbres, de sentimientos, de ideas y de instituciones que organiza el individuo sobre
(…)
actitudes de
aislamiento y de defensa. Fue la ideología y la estructura dominante de la sociedad
burguesa occidental entre los siglos XVIII y XIX. Un hombre abstracto, sin ataduras ni comunidades naturales, dios soberano en
el corazón de
una libertad sin
dirección
ni medida, que
desde el
primer momento vuelve hacia los otros la desconfianza, el cálculo y
la reivindicación; instituciones reducidas a asegurar la no usurpación de estos
egoísmos, o
su mejor rendimiento por la asociación
reducida al provecho: tal es el régimen de civilización
que
agoniza ante nuestros ojos, uno de los
más pobres que haya conocido la historia. Es la antítesis misma del personalismo y su adversario más próximo. (Mounier, 1980, p. 20)
más pobres que haya conocido la historia. Es la antítesis misma del personalismo y su adversario más próximo. (Mounier, 1980, p. 20)
Las conexiones
del comunitarismo de la segunda oleada o etapa con el personalismo –que hasta
hoy continúan desarrollándose– son evidentes, tanto en ideas como en cuanto a
los pensadores que han participado en ese desarrollo. En este mismo
sentido, se ha
precisado el carácter
del personalismo: es un
“personalismo comunitario”1.
La visión de
Martín Buber acerca de la sociedad es igualmente crítica. Frente a la crisis
por la que a su juicio esta atraviesa y que está afectando la vida de sus
contemporáneos, Buber encuentra en los socialistas premarxistas, en los
llamados “socialistas utópicos”, una fuente teórica que puede ayudar a salir de
ella. Buber considera:
[L]a suerte del género humano depende de la posibilidad de que la comuna
renazca de las aguas y del espíritu de la inminente transformación de la
sociedad. Un ente comunitario orgánico –y solo esos pueden formar una humanidad
configurada y articulada– no se integrará nunca
a base de individuos, sino de comunidades pequeñas e
ínfimas: una nación es comunidad en la medida en que tiene contenido
comunitario. (Buber, 1991, p. 199-200)
Así, el
nacimiento y desarrollo del comunitarismo, especialmente en este período, estuvo ligado
en medida importante
a una vertiente
progresista del pensamiento
cristiano –o judío, como en el caso de Buber–, aunque otras fuentes filosóficas
o científicas también han nutrido su elaboración y despliegue (marxismo,
existencialismo, ciencias sociales, etc.).
Hay que decir,
además, que el “oleaje” comunitario llegó en esta segunda etapa a otras partes
del mundo. En Chile, a partir de los años cincuenta comenzó a surgir, bajo la
influencia de pensadores como Maritain y Mounier, una corriente
ideológico-política de carácter comunitarista. Dos intelectuales y políticos,
Julio Silva Solar y Jacques Chonchol, escribieron un trabajo editado en 1951
bajo el título Hacia un mundo comunitario. Varios años después, estos mismos
autores publicaron el libro El desarrollo de la nueva sociedad en América
Latina, que incluye aspectos esenciales de su antigua propuesta comunitaria,
pero la conecta además con los problemas del desarrollo económico
contemporáneo. Destaquemos igualmente el aporte del filósofo y político Jaime
Castillo Velasco, quien expuso en numerosos escritos una propuesta comunitaria
coincidente con la ya señalada, y que comprende tanto una crítica a la sociedad
capitalista como la aspiración a una “sociedad comunitaria”, basada
fundamentalmente en comunidades propietarias de medios de producción y
autogestionarias. Castillo define la sociedad
comunitaria como “la realización de la democracia verdadera en una comunidad de hombres libres”, y sintetiza esta posición sosteniendo que “el
comunitarismo es filosóficamente la sociedad de personas; políticamente, la convivencia
de
compañeros
que
trabajan para fines comunes
y
practican la
solidaridad como forma de respeto, amistad y cultura; económicamente, la
autogestión, o sea,
la
democracia en la producción” (Castillo,
1972,
p. 362)
Cabe agregar que la motivación cristiana se manifestó claramente en esa época y en América Latina. Según Silva Solar y Chonchol, la idea del sistema
comunitario surge “en el pensamiento cristiano avanzado de nuestra época como
una
réplica al sistema capitalista” y a una sociedad caracterizada por
profundas desigualdades de clase que generan para una minoría privilegiada
la
riqueza y los beneficios creados por el trabajo de toda la comunidad,
mientras la enorme masa humana de los pobres no tiene lo indispensable para vivir, y a menudo
ni
siquiera eso.
(Silva y Chonchol, 2009,
p. 37)
Se explica que una realidad como esa haya sido objeto de una profunda crítica y de una constante denuncia de parte de pensadores
cristianos, ya que estos han rescatado del evangelio
la
idea de una clara opción por los pobres, de un firme rechazo
a toda forma de egoísmo que conduzca a la opresión del prójimo, del mandamiento del amor y la solidaridad hacia el otro, y de la práctica comunitaria como la mejor forma de vida,
o como una forma de vida superior.
En otros países de América Latina, el comunitarismo ha tenido también
presencia desde mediados del siglo pasado. La obra de sus más destacados
exponentes ha influido igualmente en círculos intelectuales y
políticos de países como Venezuela, Perú, Argentina, Brasil y Uruguay.
Respecto de la tercera “oleada”, Guerra afirma que si bien no hay que desconocer la importancia que tuvieron
las dos anteriores, “el comunitarismo contemporáneo tiene sus propios motivos fundacionales y
sus propias elaboraciones”. Este se ha expresado
sobre todo al comienzo por medio de un
debate entre pensadores anglosajones y pensadores liberales como John Rawls, Ronald Dworkin y Thomas Nagel.
Por otra parte,
los pensadores
anglosajones de esta oleada (Michael Sandel,
Michael Walzer, Alasdair MacIntire o Charles Taylor) no están vinculados en
torno a una especie de sistema de ideas o movimiento político llamado
comunitarismo, ni proponen una sociedad
ideal, lo que sí era posible advertir en los comunitaristas de la oleada
anterior. Los contenidos comunitarios del
pensamiento de cada uno de ellos son coincidentes en medida importante, pero son distintos en diversos aspectos. Pese a esto,
en
el campo
de la filosofía política y de las ciencias sociales se los identifica como “comunitaristas”. Lo
que los une de
manera más evidente es su fuerte contraposición al individualismo, la significación
antropológica que tiene para ellos la comunidad y
la
importancia de esta como fundamento
de una mejor convivencia entre las
personas.
Poca duda cabe de que el comunitarismo contemporáneo formula críticas muy severas
al
liberalismo y a la sociedad moderna. Charles Taylor, por ejemplo, advierte en ella claros síntomas de malestar. Los principales
tienen que ver, a su juicio, con el individualismo, la razón
instrumental y las instituciones de la sociedad tecnológico-industrial. El individualismo, como ideal de autorrealización
o autenticidad, está asociado, según Taylor, a logros y pérdidas. Los logros se relacionan con el hecho de que estamos en
un mundo
en
el que las
personas tienen
derecho a vivir por sí mismos su propia
vida y a decidir en conciencia sus convicciones. Pero
se dan
al mismo tiempo formas pervertidas de autenticidad, como el egocentrismo y el narcisismo,
el
individualismo y el subjetivismo.
Frente
a esto, afirma Taylor, se plantea un falso dilema: el rechazo o la aceptación acrítica
de esta sociedad. El pensador canadiense propone, en cambio, emprender una labor de recuperación del ideal de autorrealización, pero despejándolo de ese tipo de perversiones.
El lado oscuro del individualismo supone “centrarse en el yo, lo que
aplana y estrecha nuestras vidas, las empobrece de sentido y las hace perder interés
por
los demás o
por
la sociedad” (Taylor, 1994, p.
40).
La razón instrumental, la racionalidad calculadora y
eficientista conducen a la instrumentalización de la naturaleza y de las personas. La técnica está al servicio
de la razón instrumental, de la búsqueda de poder y de control. Aquí también se ha pervertido un
ideal, el ideal moral del razonamiento
autorresponsable para la libertad y la autonomía. Y nuevamente se plantea un dilema falso: el de
los
defensores sistemáticos y el de los detractores a ultranza. (Taylor, p. 123). A
ello se suma el hecho de que la razón instrumental está ligada, según Taylor, a las características de las instituciones de la sociedad tecnológico-industrial, a una
economía configurada en gran medida por las
fuerzas
del mercado, a la
complejidad de la sociedad tecnológica y al desarrollo a gran escala de las unidades que la comprenden
(empresas, instituciones públicas, grupos de interés), lo
que supone, igualmente, una racionalidad burocrática.
Otros aspectos significativos de la crítica comunitaria al liberalismo han sido señalados por el jurista, sociólogo y escritor argentino Roberto
Gargarella. Según él, esa crítica constituye una disputa contra la concepción de persona propia del liberalismo igualitario, y que Rawls sintetiza en la idea según la cual ‘el yo
antecede a sus fines’” (Gargarella,
1999, p. 126). Por otra parte, cuando
los comunitaristas afirman
que no todos los planes de vida resultan
igualmente valiosos, o
sugieren (...) la adopción de políticas de protección
de la comunidad que da marco a nuestras elecciones, lo que nos
muestran es su pleno rechazo a un ideal característicamente liberal: el ideal referido a la “neutralidad” del Estado.
(Gargarella,
1999, p. 128)
Además señala que para los pensadores
comunitarios “el liberalismo parece
concebir a los sujetos como ‘separados’ unos de otros y de su comunidad”, y es “esta concepción la que lleva a los liberales, habitualmente, a establecer una drástica división entre la esfera ‘privada’ y la ‘pública’; entre lo ‘personal’ y lo ‘político’”.
Menciona en seguida la crítica comunitaria al
atomismo –o
individualismo extremo– que caracteriza la posición ontológica liberal y, consiguientemente, a la protección privilegiada de los individuos y
sus derechos frente a las cuestiones
sociales. (Gargarella, 1999, p. 129-130).
COMUNITARISMO Y ECONOMÍA
La breve revisión que hemos hecho de la trayectoria del comunitarismo nos
ha
permitido comprobar que, más allá de
las diferencias que es posible advertir entre sus distintas expresiones, es un
conjunto de ideas ampliamente coincidentes entre sí. Asimismo confirma, por una parte, que las críticas de los pensadores comunitarios al liberalismo están fundadas en
una
visión muy distinta a la de este acerca de los seres humanos y,
por otra, que de esas críticas se desprenden
proposiciones encaminadas
a construir otro tipo de sociedad, especialmente en el
caso de algunos
autores.
¿Esto significa que el comunitarismo plantea determinadas formas de organización económica? Si es así, ¿qué características tienen
esas
formas?
Encontramos una respuesta afirmativa a la primera pregunta en
Pablo Guerra. En uno de
sus artículos, el sociólogo uruguayo sostiene que el máximo
desafío desde las distintas vertientes del comunitarismo consiste en generar un diálogo sobre qué entendemos por una buena sociedad y cuáles deben ser las
condiciones para avanzar hacia ella, entre las que están presentes los temas de la
economía y la empresa.
Al respecto,
formula diversas interrogantes:
¿Qué tipo de economía necesita una buena sociedad? ¿Hay algún formato
de empresa más virtuoso
que
otro? ¿Cuál es el rol del mercado, del Estado
y del tercer sector? ¿Debería la ética decir algo en el discurso y en las prácticas de la economía? ¿Cuánta libertad y cuánta regulación deben existir
en nuestros mercados? ¿Es tolerable la injusticia? ¿Es tolerable la
depredación
del
medio ambiente? (Guerra,
2010, p. 60)
Afirma luego Guerra que, más allá de las respuestas, “el comunitarismo da un
primer paso planteando estas preguntas, posibilitando que estos temas formen parte
de nuestras agendas y de la reflexión de todos los actores (…)”. (Guerra, 2010, p.60)
No obstante, el tema de
la
economía no ha sido abordado por todos los
pensadores comunitarios y sus seguidores de manera específica y explícita. Entre quienes sí lo han hecho,
los temas tratados o
priorizados corresponden más bien a
las condiciones sociales y políticas de la época en la que les ha correspondido vivir. En ciertos casos sus ideas se han
formulado
desde la filosofía, y
en otros desde la
sociología o la economía, así como algunos han procurado mantenerse distantes de la contingencia política, mientras otros se han aproximado al compromiso político y la acción transformadora. En especial, estos últimos han hecho
planteamientos de carácter económico
como parte de la búsqueda de un cambio global de sistema social, apuntando
a la realización
de una nueva civilización
o una nueva sociedad. Es el caso, por ejemplo, de autores como Mounier en el
continente europeo, de los comunitaristas latinoamericanos en el siglo pasado y de quienes en tiempos más
recientes vinculan las
experiencias e ideas comunitarias a las de la economía solidaria.
La globalidad y profundidad de sus enfoques críticos, así como de sus propuestas transformadoras, ha conducido a estos autores a ocuparse de la
economía como una importante dimensión de la vida y
la convivencia humanas.
Los puntos de vista y las
posiciones
comunitaristas
en esta materia se han referido a la economía en distintos planos:
científico, doctrinario, práctico, etc.
Destaquemos
aquí algunas
contribuciones.
A mediados del siglo pasado, Emmanuel Mounier abordó asuntos propios
de la economía de manera expresa y dentro del marco de
su concepción personalista comunitaria. Esto
último se advierte con claridad a partir del título mismo del capítulo que dedica a este tema en su obra Manifiesto al servicio del personalismo (1976): “Una economía para la persona”. Efectivamente, su
pensamiento económico se desarrolla en torno a una idea central: la economía debe
estar al servicio de la persona, de las personas. Lo reafirma en nuestros días uno de sus más relevantes seguidores: el filósofo Carlos Díaz nos invita a no olvidar
que “en el origen de cualquier relación económica hay una persona, es decir, una
presencia comunicada” (Díaz,
2009, s/p).
En dicho capítulo, Mounier comienza señalando que se le otorga al
problema económico una importancia “exorbitante” en las preocupaciones de
todos y que esto es signo
de
una enfermedad social. Se ha proclamado, dice:
la soberanía de lo económico sobre la historia y [se ha] regulado su
acción
sobre este primado, de igual forma que un cancerólogo que decidiese que el
hombre piensa con sus tumores. Una visión más justa de las proporciones
de la
persona y
de su orden nos
fuerza a romper tal deformación de perspectiva. Lo económico no puede resolverse separadamente de lo político
y de lo espiritual a los que está intrínsecamente subordinado, y
en el estado normal de las cosas no es más
que un conjunto de basamentos
a su
servicio.
(Mounier. 1976,
p. 131).
En cambio, para Mounier, la capitalista “es una economía completamente subvertida, donde la persona está sometida al consumo y este a la producción, que,
a su
vez, está al servicio de la ganancia especulativa”. Se advierte ya en esta frase su profundo
desacuerdo
con
la economía capitalista.
A continuación esboza un rasgo esencial de su propio pensamiento y del personalismo que él promueve:
Una economía personalista regula, por el
contrario, la ganancia a tenor del servicio prestado en la producción, la producción
sobre el consumo y
el consumo con arreglo a una ética de las necesidades humanas, replanteada
en
la perspectiva total de la persona.
Mediante intermediarios, la persona es
la
piedra clave del mecanismo,
y ella debe hacer sentir este primado en toda
la
organización económica. (1976, p.
147)
El punto de partida de
la
economía personalista es, justamente, el de las necesidades humanas. Siendo la persona un
ser
encarnado, sostiene Mounier, la mayoría de sus necesidades tienen
una
incidencia económica.
Afirma que se debe considerar “una zona de necesidad
vital estricta,
es
decir, de un
mínimo
indispensable
para mantener la vida física del individuo, que marca el umbral por debajo del cual
nadie debería caer” (1976, p. 148). Una segunda zona comprende
los bienes que pueden llamarse, en
sentido amplio, de consumo superfluo, en
cuanto no
se requiere la satisfacción de estas necesidades para la conservación
de la vida física (1976, p.
149).
Mounier conecta en seguida la economía con la ética.
Desde el plano
de
la ética individual, pensamos que una cierta pobreza es
el estatuto económico ideal de la persona: por pobreza no entendemos un
ascetismo indiscreto, o cierta avaricia vergonzosa, sino una desconfianza en el lastre de las ataduras, un gusto por la simplicidad, un estado
de disponibilidad y de ligereza que no excluye ni la
magnificencia, ni la generosidad, ni incluso un
importante movimiento de riqueza, si es un movimiento atrincherado contra la avaricia. (1976,
p. 149)
Por otra parte,
una
economía humana –así la llama también el autor–
es una economía inventiva; una economía progresiva.
Esto quiere decir que,
una vez reabsorbido el sector especulativo y garantizado el sector vital, la economía humana no
puede comprometer sus propios poderes de creación
mediante una voluntad deliberada; a cada persona le corresponde regular su
estilo de vida a medida que se le proponen seducciones más variadas, y quizá
inventar, en la abundancia y por la abundancia, nuevas formas de
desprendimiento.
(1976, p. 150)
Y agrega:
La economía personalista regulará su producción mediante una estimación
de las necesidades reales de las personas
consumidoras. No dependerá,
por tanto, de su expresión en
la
demanda comercial, falseada por la escasez de
los signos monetarios o por la limitación
del
poder de compra. Dependerá, en
cambio, de las necesidades vitales estadísticamente calculadas y de las
necesidades personales expresadas directamente por
los consumidores. (1976,
p. 150-151)
Mounier se aparta por igual del liberalismo y
del
colectivismo en la
economía. La vieja concepción liberal y la “colectivista pura” tienen, según él, “su punto de contacto en el hecho de que ambas desprecian el tomar como clave el
único ideal y la única razón
aceptables: la persona”. Por el contrario, una
concepción personalista se caracteriza por la preponderancia que otorga a los factores
personales sobre los
factores impersonales. “Resultan de ello varias inversiones de jerarquías que producirán sus consecuencias en todo
el
aparato económico” (1976, p. 152). A continuación expone su idea sobre la inversión de estas
jerarquías:
la
primera inversión es la primacía del trabajo sobre el capital. La
segunda es la primacía de la responsabilidad
personal sobre el mecanismo
anónimo. La tercera, la del servicio social sobre la ganancia. Una cuarta es
la preeminencia de
los organismos sobre los mecanismos: existe el peligro de la
centralización inorganizada, que conduce directamente a la opresión
estatal.
Para Mounier, por otra parte, una economía personalista debe ser pluralista y descentralizada. Lo primero, en el sentido de que realiza, entre la colectivización
y las exigencias de la persona, “tantas fórmulas como sugieren las condiciones diferentes de la producción” (1976,
p. 164). En cuanto a lo segundo, expresa:
Una economía personalista es
una economía descentralizada
hasta el nivel
de la persona. La persona es su principio y su modelo. Es decir, una
descentralización que no fuese más que la fragmentación de la economía en bloques secundarios no
puede
ser considerada como una verdadera descentralización. La descentralización
personalista es, más que un
mecanismo, un espíritu que emerge desde las personas, base de la economía.
Tiende no a imponer, sino a hacer surgir de cualquier sitio personas colectivas, que posean iniciativa, autonomía relativa
y responsabilidad.
(1976, p. 162)
De esta orientación general resultan dos consecuencias importantes. La
primera es que la unidad económica primaria no es el individuo productor
– régimen
individualista– ni la nación
o la corporación nacional –régimen
estatizado–, sino
la
célula económica o empresa. La economía es o debe tender a ser una federación
de empresas. La segunda es que el plan económico no debe consistir en la militarización de la economía, en un sistema dictado desde el centro,
sino
apoyarse en un “censo de las evaluaciones y las propuestas locales, estudiadas
en cada lugar, transmitidas tras estudio y
aprobación local, para diversificarse de
nuevo,
sobre la realidad
viva, en su aplicación” (Mounier,
1976, p. 163).
Pero también se han elaborado otras aportaciones, en tiempos más recientes,
a un proyecto de economía personalista y comunitaria,
como
las del filósofo
y economista Luk
Bouckaert.
Este
señala que desde la década de 1930:
filósofos como Alexandre Marc, Jacques Maritain, Emmanuel Mounier y muchos otros han estado buscando, sobre la base de una visión personalista del
hombre, un “tercer camino” entre el capitalismo individualista y el socialismo estatista, pero raramente hubo interés del lado
de
los economistas científicos.
Las notables excepción
a esta regla (François Perroux, Keneeth
Boulding, Ernest Schumacher, Serge
Christhophe
Kolm y Amayta Sen) “son economistas
que, de diversas formas, han intentado acortar la brecha entre la visión personalista
del
hombre y la racionalidad económica” (Bouckaert, 2008, p. 8). Formula luego cuatro
supuestos “representativos de un proyecto de economía personalista históricamente relevante”, que pueden encontrarse “en diversos lugares de las
obras
de filósofos y economistas
personalistas”.
El primero
es
que las necesidades básicas de un ser humano
no necesitan coincidir con sus preferencias subjetivas, y
que
responder a esas necesidades básicas “debe ser la primera norma de bienestar en una economía que apunta al
desarrollo de cada persona, incluyendo a toda la persona”. El segundo es que el compromiso ético es una fuente importante de comportamiento económico
innovador y
creativo, por lo que “el homo economicus debe ser modelado no solo
como un ser calculador, sino también como un ser reflexivo
que
busca significados”. El tercero
es
que el mercado es un sistema social compuesto por relaciones de libre intercambio y “para ser sustentable no debe descansar solo
en la ventaja mutua sino también en la confianza mutua”. Y el cuarto supuesto es que
una
“compañía es una comunidad de personas que invierten
cooperativamente en el logro de un proyecto
significativo y
rentable”, así como una ética de negocios personalista “se
esfuerza por lograr formas reales de democracia y participación económicas”. (Bouckaert,
2008, p. 9). Esta lista, advierte Bouckaert, “no pretende ser exhaustiva, sino representativa de una economía personalista. Las necesidades básicas, el compromiso, la confianza mutua y la democracia económica se
presentan
aquí como conceptos que poseen
tanto
un contenido
ético (no
instrumental) como económico (instrumental)” (Bouckaert, 2008, p.
9)
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